Ya tengo cuatro meses en Panamá. Algunos podrían pensar que es poco tiempo. Sin embargo, es la primera vez en mis casi 40 años de vida que paso tantos días lejos de la tierra que me vio nacer y a la que en este artículo quiero rendir un homenaje, hablando un poco de ella.
Mi Venezuela es un país hermoso, que tiene todo lo que una nación puede querer: las playas más bellas que haya visto ser alguno sobre este mundo, largos y espectaculares desiertos, unas sabanas majestuosas llenas de garzas, alcaravanes y grandes fincas con el ganado pastando junto al grande y ostentoso río Orinoco; eso sin haber nombrado aún los altos picos nevados que coronan la cordillera de Los Andes, un poco alejada de la selva amazónica adornada con los legendarios y antiguos tepuyes, que datan desde el mismo origen del planeta en el que vivimos.
En mi infancia recuerdo que, inocentemente, decíamos en el colegio que “Venezuela es el único país del mundo que tiene todos los climas”. Realmente no lo es pero, para nosotros, es una tierra mágica. Ni hablar del clima de Caracas y su temperatura perfecta para estar siempre bien vestido y con la piel y el cabello en las mejores condiciones.
Yo crecí en el estado Anzoátegui, 300 kilómetros al este de la ciudad de los techos rojos. Puerto La Cruz es una tierra calurosa sembrada justo a la orilla de la playa. Es la capital turística de Venezuela; a cuyo norte se encuentra la bahía de Pozuelos, protegida por islas e islotes del Parque Nacional Mochima, con playas calmas y deliciosas.
Desde el Paseo Colón, mientras te bañas, puedes admirar la belleza de un apacible mar coloreado por miles de veleros, que han anclado personas de todas las nacionalidades en las cálidas aguas caribes. En las noches puedes caminar por el centro de la ciudad, escuchar su alegre bullicio en restaurantes, cafés, gente hablando en diferentes versiones del castellano, también en inglés, francés o alemán, entrando y saliendo de las tiendas cargados de bolsas y paquetes, mientras son custodiados por respetables agentes policiales entregados a salvaguardar la seguridad personal de propios y foráneos.
En las madrugadas es posible observar pequeños grupos de personas de tez blanca que lucen como camarones, todos rojos, tostados por el sol; que recorren el Paseo Colón desde las discotecas hasta sus hoteles, dando traspiés y hablando en voz muy alta, admirando el reflejo de la luz de la luna sobre un mar que parece una pintura.
Los supermercados trabajan 24 horas al día. Están repletos de productos nacionales e importados. Sobre las asfaltadas y señalizadas calles de la ciudad circulan automóviles de todo tipo, desde los más nuevos hasta algunos ya entrados en años. El urbanismo refleja lo mejor de los artistas plásticos tradicionales y urbanos que, con sus aportes, proyectan la cultura de una ciudad de marcados sabores locales y espíritu universal.
En el bullicioso muelle de las lanchas que van a las islas de Mochima las personas están felices. Familias de nacionales y extranjeros se entremezclan con anaranjados salvavidas a ambos lados de un peñero de madera, con un capitán que se ve obligado a gesticular exageradamente para hacerse entender ya que, por su peculiar y marcado acento oriental, resulta casi imposible entenderle el 60% de las cosas que dice. La escena forma parte de esa maravilla que son las costas orientales y ese Puerto La Cruz que, tal como dice la canción de Alí José García, es un “pedacito de cielo, rinconcito oriental”.
Por su parte Caracas, mi amada Caracas, custodiada por el majestuoso cerro Ávila con el hotel Humboldt en la parte superior como un centinela que lo vigila todo; es una ciudad templada, de unos 22°C durante todo el año, una metrópoli latinoamericana de grandes autopistas, un sistema de transporte público subterráneo (Metro) en el que las personas respetan las normas, no botan basura dentro del sistema, dejan salir primero para después entrar, con sus impolutos asientos amarillos y la famosa línea del mismo color, en la que no puedes poner un pie antes de que el tren se detenga sin escuchar una advertencia a través de los parlantes sobre la necesidad de mantenerse alejado de los rieles.
Es una ciudad con bastante seguridad. Claro, con sus zonas rojas, pero es posible salir a pasear divertirse, disfrutar de una oferta gastronómica casi ilimitada en sus miles de restaurantes; conectada por una impactante autopista con el aeropuerto de Maiquetía, el más importante de Latinoamérica, en el que salen y llegan cientos de vuelos diariamente de todas partes del mundo y en el que operan las principales aerolíneas del mundo.
Para no hacer muy largo el cuento, así es Venezuela, un país que lo tiene todo: petróleo, oro, gas natural, uranio, hierro, bauxita, ríos con un caudal tan impresionante que es posible iluminar todo el país solo con energía hidroeléctrica, tierras fértiles, una ubicación geoestratégica perfecta (justo al norte de América del Sur, lo que la convierte en la puerta de entrada a Sudamérica y está a sólo tres horas en avión de la ciudad de Miami y a poco más de ocho horas de Europa occidental). Venezuela está enclavada en pleno Mar Caribe pero alejada de la zona de huracanes, lo que le asegura una estabilidad meteorológica como pocas en el mundo. Sus más de mil kilómetros de costas junto a sus grandes puertos, La Guaira, Puerto Cabello, Guanta y Maracaibo; y la gigantesca capacidad industrial del país lo convierten en uno de los que tiene más potencial económico del mundo.
Su gente es amable, cariñosa, jocosa, trabajan muy duro y buscan salir adelante, todos respetan a los demás, no son abusadores y les encanta aprender y estudiar para cada día ser mejores personas.
Mi país tiene imponentes hospitales públicos gratuitos y la educación primaria y secundaria también gratis para el que quiera, sin mencionar que las mejores universidades del país también son libres de costo. Es un país de gente creativa, donde se diseñan las campañas publicitarias más originales y se graban las telenovelas más exitosas de la región, donde se presentan las giras de espectáculos y conciertos más importantes de América Latina.
Sí, esa es mi Venezuela, la que yo recuerdo de finales de los años 80 y principios de los 90. Les he descrito el país en el que crecí, en el que me hice adolescente; en el que recibí educación, asimilé valores, donde tuve la oportunidad de salir a divertirme con mis amigos y regresar sano y salvo a casa. Un país con menos retórica y más paz, con menos anarquía y más respeto, con menos odio y más coherencia. Un país de ciudadanos.
Con un dolor que no encuentro como expresar con los adjetivos correctos, me ha tocado entender que la Venezuela de hoy en día es otra. De la Venezuela que recuerdo siempre voy a hablar bonito, siempre me voy a sentir orgulloso. Esa es una Venezuela que defendí, por la que luché desde varios frentes, en la que propuse, en la que actué, en la que sacrifiqué muchas cosas para ayudarla y a la que me aferré para sacarla adelante hasta que llegó, para mí y para mi esposa, el punto de no retorno.
Ahora, con mucha tristeza, debo confesar que esta nueva Venezuela de la que me despedí hace poco sencillamente no es lo que deseo para mi futuro y por eso he decidido irme a otras tierras a echar raíces y trabajar duro por ellas y por mi familia, cómo diría la joven de los metrobuses ¡Gracias Panamá!
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Enrique Vásquez
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