La noche del domingo 17 de julio de 2016, a las 21:00, abordé el avión que me llevaría desde Barcelona (Venezuela) hasta Maiquetía; donde está el aeropuerto internacional cercano a Caracas del que salen los aviones hacia España. Mi vuelo a Madrid despegaba al día siguiente a las 19:00 pero, conociendo cómo funcionan las cosas allá, preferí dormir en un hotel cercano al terminal aéreo para evitar los típicos inconvenientes de retrasos y cancelaciones de vuelos muy normales en la patria de Bolívar.
Con el estómago hecho trizas (se lo atribuyo a los nervios porque mejoró mucho luego de comerme una tortilla de patatas y cebolla que me hizo mi abuela, con un poco de pan y agua embotellada), intenté descansar lo mejor que pude. A las 11:00 del lunes ya estaba esperando turno para el chequeo porque, como saben quiénes han tenido que pasar por eso; para abordar un vuelo internacional desde Venezuela hay que hacer una cola frente a la taquilla de la aerolínea, unas ocho o nueve horas antes de la salida.
En mi canal de YouTube pueden ver un video que grabé durante mi travesía, titulado: «Así fue mi viaje a Madrid desde Venezuela«. Otros pasos de mi historia en este país también están reseñados, tanto en el canal como en este blog; por lo que no profundizaré en un episodio en específico. Quiero, más bien, dedicar las líneas de este post a los aprendizajes y emociones de los últimos tres años viviendo en un país que cada día me gusta más.
Como muchos de ustedes saben, soy español por mi madre y llegue a España con mi DNI bajo el brazo (literalmente, porque me lo había sacado hace años). Sin embargo, llegar con la nacionalidad es sólo el principio de todas las cosas que uno debe aprender, entender y hacer. A pesar de los parecidos culturales entre España y Venezuela, también hay grandes diferencias que uno, como recién llegado, tiene la OBLIGACIÓN de poner en práctica para lograr integrarse plenamente y ser feliz, no solo en este país sino en cualquier otro que no sea «el de uno».
Vivir en Madrid: Bienvenidos a la fiesta
Lo primero que entendí sobre Madrid es que es absolutamente falsa aquella premisa petulante y anacrónica que sostienen algunos latinoamericanos, de que esta es una sociedad de gente amargada, triste o «muerta por dentro». Personas que viven en una eterna y lóbrega aflicción hay en todas partes del mundo, pero afirmar que la mayoría de los españoles son así pone en evidencia el profundo desconocimiento de quien lo dice. O sea, es no tener la más mínima idea. La verdad sea dicha, el Reino de España abraza lo mejor de la esencia “latina” y lo mejor de la calidad de vida europea al mismo tiempo.
De norte a sur y de este a oeste España está llena de celebraciones que son un reflejo de su historia y su cultura, y en las que es posible conocer la verdadera esencia de su gente y su forma de vivir la vida. Algunas de ellas son: los Sanfermines de Pamplona, las Fallas de Valencia, la Feria de Abril de Sevilla, los carnavales de Tenerife y Cádiz, la Tomatina de Buñol, las Fiestas del Pilar de Zaragoza y la Romería de El Rocío.
Por otro lado están las Hogueras de San Juan y las Fiestas de Moros y Cristianos en Alicante, la Feria de Albacete, la Semana Grande de Bilbao, el Corpus Christi en Granada, San Isidro en Madrid, el Descenso Internacional del Sella en Asturias, la Tamborrada de San Sebastián, el Bando de la Huerta Murciana, la Endiablada de Cuenca, la Romería de la Virgen de la Cabeza de Andújar, las Fiestas de Santa Tecla de Tarragona; la Romería Vikinga de Catoira y el Festival Internacional del Mundo Celta en Ortigueira.
No hay nadie más fiestero, buena gente, con calor humano y dispuesto a ayudar que los españoles; y en eso nos parecemos mucho a ellos. Quizás la gran diferencia está en que, cuando un español está trabajando o cumpliendo con su responsabilidad, generalmente se lo toma muy en serio y no se presta para guachafitas fuera de lugar. En Venezuela, lamentablemente, muchas veces no es así.
Sin embargo, el hecho de que sean alegres, tengan las vacaciones como algo sagrado y pasen por el bar todos los días; no significa que las cosas no funcionen. He asistido a espectáculos multitudinarios en los que todo el mundo está disfrutando y pasándolo bien sin altercados ni hechos que lamentar. Por una parte, está la civilidad de la gente y, por la otra, los dispositivos de seguridad instalados en el sitio. Hablo de cosas a las que he ido como la fiesta de celebración de un título de la Champions en Cibeles, el desfile del Orgullo, la Cabalgata de Reyes, un partido de fútbol en el Bernabéu con el estadio a reventar o conciertos con decenas de miles de personas, yendo y viniendo en transporte público a cualquier hora del día o de la noche.
En Madrid la policía te protege, te respeta y te trata como ser humano. Si tienes una emergencia, puedes llamar al 112 y los organismos de seguridad responden. Me ha tocado ser testigo de cosas como un árbol que se cae de madrugada en el medio de la calle y, 10 minutos después, la llegada de dos camiones de bomberos, una ambulancia y tres patrullas de policía arreglando el desastre y quedándose toda la noche trabajando hasta dejarlo completamente limpio.
Una vez vi, en el bar de un amigo, a un señor mayor (quien hace un par de años se sometió a una operación de cadera) que se había pasado un poquito con los cubatas y, cuando se levantó de la mesa, perdió el equilibrio y se cayó. Por su condición era riesgoso ayudarle a levantarse y una señora llamó al teléfono de emergencias. En 10 minutos llegó una ambulancia y una patrulla de la policía para ayudarle, comprobar que estaba bien, investigar las circunstancias de la caída y llevarlo a su casa.
Otra de las cosas que me ha enseñado España en estos tres años es que quejarse, criticar y exigir tus derechos no tiene nada de malo. Al contrario, es lo que se debe hacer. Aquí nadie se queda callado ante abusos o excesos por parte de empleados o funcionarios, sean de entes públicos o empresas privadas. Eso sí, el hecho de reclamar, como el de hacer caso al reclamo; es algo cultural y nadie se lo toma como algo personal.
Vivir en España: Aprendiendo a construir un país
Viviendo en España he podido confirmar que ni los paisajes ni los recursos naturales son los que hacen grande un país. La verdadera grandeza no está en la extensión del territorio, ni en la belleza de las playas, ni en la altura de las montañas ni mucho menos en los yacimientos minerales. Un gran país es aquel que ofrece, a propios y foráneos, infraestructura, servicios y calidad de vida.
He descubierto que, de alguna manera, España es el refugio de millones de hispanoamericanos que han emigrado de sus países buscando algo mejor. Aquí, en prácticamente cualquier sitio, es posible encontrar ecuatorianos, peruanos, argentinos, chilenos, colombianos, dominicanos, colombianos, uruguayos, y ahora, especialmente en los últimos tres años, venezolanos por todos lados. Cada vez somos más los que llegamos a este país que nos recibe con las puertas abiertas para ayudarnos, aceptarnos y tendernos una mano sin xenofobia ni rencores, ni mucho menos el odio que sienten por nosotros en otros países de América (bueno, en Panamá).
Este es un país en el que cualquier extranjero tiene derecho a ejercer cualquier profesión, siempre que cumpla con los requisitos. Por ejemplo, mi médico de familia de la sanidad pública es colombiano. El médico general al que suelo acudir por el seguro privado es cubano. Mi peluquero es venezolano y el dueño de uno de mis bares favoritos es chino. La cajera del supermercado es peruana y el carnicero es dominicano.
Cuando he usado Uber o Cabify, los conductores han sido de múltiples nacionalidades (desde ecuatorianos hasta de países subsaharianos). También he conocido a venezolanos que son ingenieros, periodistas, abogados u odontólogos; y trabajan en sus áreas profesionales sin ningún problema. Además, la cantidad de comercios al detal de todo tipo en manos de extranjeros es impresionante y ni hablar de los muchos docentes y formadores en áreas especializadas, que vienen de diferentes países, y dan clases en consultoras y universidades.
Durante estos tres años en España he comprobado que la mayoría de los venezolanos somos gente buena y trabajadora. También he visto que muchos arrastran la costumbre de buscar atajos o saltarse normas. Personalmente, no atribuyo ese tipo de comportamiento a que sean malas personas. Me decanto por pensar que, producto de las circunstancias de nuestro país, tener que hacer todo por fuera de la norma se convirtió en la regla y no en la excepción… Y cuando llegan aquí, no entienden que sea posible hacer las cosas de la manera correcta y obtener el resultado esperado (cosa que, por cierto, todos los que tenemos algo de influencia en la comunidad venezolana deberíamos promover e impulsar).
Para lograr sus objetivos, las personas deben poner de su parte, trabajar legalmente y hacer el máximo esfuerzo. No obstante, en un entorno hostil y caótico como el venezolano, las posibilidades no han estado nunca al alcance de todos. Muchos me dirán que Venezuela era una tierra de oportunidades y no lo dudo. Sin embargo, para alguien como yo (que prefiero hacer las cosas sin chanchullos, ni amiguismos, y mucho menos sin tener que «mojar manos» o «invitar un güisqui» para conseguir algo), era un país sumamente difícil. Tampoco voy a asegurar que en España eso no pase… pero lo cierto es que las cosas se pueden hacer sin recurrir exclusivamente a eso.
Hay que ser realistas y aceptar que la perfección no existe. España tiene sus fallas (algunas bien importantes) pero el objetivo de este post no es hablar de que los emprendedores necesitan menos presión fiscal sobre ellos, ni tampoco de que deberían reducirse los costos de contratación de personal o eliminar trabas burocráticas para montar una empresa, y así apuntalar el crecimiento económico del país y acabar de una vez con los empleos precarios. Lamentablemente, todavía los gobernantes españoles no terminan de entender que los puestos de trabajo no se crean con aumentos del salario mínimo ni aumentando los impuestos. Se entiende, entonces, que no todo es «miel sobre hojuelas».
Vivir en Madrid: Un viaje interior y de descubrimientos
En el transcurrir de estos tres años tuve la oportunidad de viajar más de lo que pude hacerlo en Venezuela y, hasta ahora, he conocido varios países de Europa gastando comparativamente muy poco, desde París hasta Roma, pasando por Oporto, Zurich, Basilea, Toulouse o Burdeos, entre otros.
También, sin salir de España, yendo ya sea en avión, tren, bus o coche me he bañado en el Atlántico, en el Mediterráneo y en el Cantábrico. He recorrido Sevilla en verano (eso sí que fue una verdadera aventura). He visto un acueducto romano de 2000 años de antigüedad en perfecto estado, pisado un anfiteatro romano tan antiguo como el acueducto, visitado castillos medievales y paseado sobre una muralla del siglo XI.
He comido paella en la Comunidad Valenciana, anchoas del cantábrico en Santander, bocatas de calamar en la Plaza Mayor de Madrid, churros chocolate en la famosa San Ginés y hasta me senté en la orilla de la playa de Gijón a tomar una sidra.
Presencié una protesta contra los turistas en la Rambla de Barcelona, recibí el año en la Puerta del Sol, viajé en el tiempo cuando visité Toledo (una ciudad Patrimonio de la Humanidad con una historia impresionante); estuve en las faldas de un volcán en Tenerife, conocí la casa natal de Cervantes, me tomé fotos en la Sagrada Familia y en la Catedral de Sevilla, entré a la Neocueva de Altamira y disfruté corridas de toros en la plaza más importante del mundo.
He paseado a las orillas de la ría del Nervión en Bilbao (y aprendido la diferencia entre un río y una ría). He visto la nieve caer en la terraza de mi apartamento y, semanas después, padecido los horrores de una ola de calor a 42 grados. He visitado la Sierra de Madrid y el barrio gótico de Barcelona (en la madrugada, con sus decenas de gárgolas intimidantes que parecieran estar a punto de cobrar vida).
He visto los nidos de las cigüeñas en las torres y campanarios de las iglesias de Alcalá de Henares; y también he admirado los edificios de Benidorm, después de tomar una cerveza de medio litro por un euro, al lado de un local donde presentaban espectáculos de «sexo en vivo» (a los que aún no sé por qué no entramos).
Conduje por las impresionantes autovías de Tenerife y conocí la casa donde nació mi abuela hace casi 90 años (en Icod de los Vinos) y también en la que nació mi madre (en La Laguna). Estuve al lado del Drago Milenario, en el que mi abuela jugaba de niña y, durante mis días en las Canarias, me alimenté de truchas, rosquetes y papas arrugadas con mojito que me trasladaron a mi niñez y la inolvidable comida de mi infancia.
He estado en el Museo del Prado, el Palacio Real de Madrid, el Senado y el Congreso de los Diputados de España, en el Monasterio del Escorial (donde vi los ataúdes de los reyes de España, tanto los Austrias como los Borbones). Me he parado frente a la tumba del dictador Francisco Franco y admirado la gigantesca cruz del Valle de los Caídos. He ido a varios escenarios de Game of Thrones y hasta he comido en el restaurante más antiguo del mundo, cuyo horno tiene más de 300 años seguidos encendido.
Si enumero todo lo anterior es para que tengan una idea de todas las cosas que he podido hacer y ver sin salir de España y sin gastar mucho dinero. Aún me falta muchísimo de este país por conocer y tengo todavía mucho que aprender, pero podría decir que estos son los mejores años de mi vida si no fuera porque aún tengo algunos de mis seres queridos sufriendo en Venezuela (entre ellos esa abuela que me ha preparado la mejor comida del mundo y a quien le debo los mejores recuerdos de mi niñez).
Lo cierto es que este país me ha dado mucho en muy poco tiempo (incluso le dio la nacionalidad a mi esposa) y aquí me siento tan bien que es imposible no sentir agradecimiento y admiración. Gracias España. Gracias Madrid por tres años maravillosos ¡y que sean muchos más!
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Recuerda, mi nombre es Enrique Vásquez y soy abogado de extranjería estudiado y colegiado en España, para información migratoria escríbenos a www.yoemigro.com/contactanos.
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