Suena tan intangible que genera desconcierto. Incluso puede resultar poético, pero, en el caso de una comparación necesaria, me gusta pensar que recorrer el camino hacia la felicidad luego de emigrar es como conducir un tren.
Durante el viaje en este ferrocarril hay trayectos planos, otros cuesta abajo y algunos en subida. A medida que avanza el recorrido entre distintas estaciones, se realizan operaciones de carga y descarga de mercancía, incluso en momentos de lluvia, de mucho sol o de fuertes vientos. Sin embargo, el tren siempre sigue adelante.
Mientras estamos al mando del tren podemos ser testigos o protagonistas de historias de amor, despedidas dolorosas, reencuentros felices, episodios tristes, noches sin dormir, días de rabia, de llantos, de risas; momentos de satisfacción, de impotencia, de orgullo, frustración, satisfacción y un montón de emociones encontradas.
Pero ocurre que, a medida que avanza el camino, los maquinistas más sagaces entienden que lo más valioso de esta aventura sobre rieles no está solamente en el origen o el destino, sino en los paisajes que se dejan ver cada vez que conquistan una colina o desaparece la niebla que arrastra el frío.
La partida del tren desde su estación de origen es casi siempre un acontecimiento agridulce. Cuando controla la velocidad de la locomotora, la apertura y cierre de puertas y todos los sistemas de seguridad, la persona que maneja el tren está enfocada en su actividad principal y concentrando su atención en el camino por delante.
Sin embargo, apenas pueda poner el piloto automático se verá tentado a mirar hacia atrás. Si lo hace durante demasiado tiempo, o sigue haciéndolo durante los trayectos más difíciles del camino o en medio de condiciones climáticas adversas; podría poner en peligro su vida y la del resto de los ocupantes del ferrocarril.
Los conductores valientes no reniegan ni esconden la melancolía que los aqueja por marcharse. Al contrario. Saben que, aunque quizás no regresen nunca, llevarán ese lugar (y todo lo que aprendieron en él) por siempre en su corazón.
De hecho, usan ese amor, y esas emociones tan especiales que sienten, como impulso para descubrir y apreciar todas las maravillas de las tierras por descubrir. En cada estación en las que hacen paradas largas, e incluso en aquellas en las que pasan de largo sin detenerse; son capaces de reconocer pedacitos de su propia historia y referencias que les traen recuerdos del hogar.
Una característica de los maquinistas de estos trenes, que han trazado su rumbo a la felicidad, es la perseverancia. Consideran cada amanecer, de cada día que dura el viaje, como un nuevo punto de partida. Con el mismo entusiasmo y con la misma determinación comienzan de nuevo, siempre hacia adelante y con la certeza de sentirse más cerca del objetivo.
Mientras más tiempo transcurre, el conductor experimenta como el tren en sí mismo también va cambiando. Ese ferrocarril, capitaneado por una persona que sabe lo que quiere y está dispuesta a llevarlo a destino; no es el mismo que un día arrancó del lugar en el que fue construido. Ha sido azotado por vientos feroces, acariciado por la luz de la luna llena junto al lago, golpeado por ramas de árboles y, además, sus vagones han albergado millones de historias que lo han transformado en algo mucho más valioso que el amasijo de hierros sin alma que habría sido, si no se hubiera puesto en marcha jamás.
Tomar las riendas del tren implica conocer el camino desde una perspectiva única y aprender a amarlo. Es entender que la felicidad plantea una ruta que va en un solo sentido y negarse a recorrerla, por las razones que sea, es abrazar la frustración y la desesperanza.
No siempre podemos subir todos los pasajeros que quisiéramos a nuestro tren. Otras veces no queremos convertir los paisajes del punto de partida en un recuerdo. En muchos casos, nos preocupan los peligros que acechan a ambos lados de los rieles. Sin embargo, tener la oportunidad de viajar hacia un destino tan importante como la felicidad requiere tomar decisiones difíciles pero que siempre valen la pena.
Alcanza su destino, incluso antes de llegar, quien aprende a amar su estación de origen, la ruta, así como el destino y se da cuenta que eso que tanto anhela no está amarrado a un punto geográfico, sino anclado a su corazón.
Es por esto que, al emigrar, la felicidad no se alcanza solamente al bajarse del avión en un país distinto. Hace falta mucho más que conseguir un trabajo para ser feliz más allá de las fronteras de la tierra en la que naciste y creciste. Esa felicidad a la que se llega en un tren que debemos conducir nosotros mismos, tiene su última parada en la estación de la integración, el respeto y el amor por ese lugar que te abrió las puertas para que escribieras un nuevo capítulo de tu historia y la de tu familia.
Cuando seas capaz de imaginarte ya viejito en ese sitio al que emigraste, mirando hacia atrás con satisfacción, habrás llegado al lugar correcto. Esa última estación llamada «felicidad» está en la espiritual paz de tu corazón.
Enrique Vásquez
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