Ya tengo 18 meses en Madrid. Bueno, en realidad los cumpliré exactamente el 19 de enero de 2018 ya que arribé a España el 19 de julio de 2016, un año y medio que se ha ido rapidísimo; bueno, dicen que cuando lo estás pasando bien, el tiempo pasa volando ¿no?
Esta ha sido la primera vez que paso tanto tiempo lejos de Venezuela. Sin embargo, no de mi familia. En algún momento de mi vida me mudé a Maturín y estuve tres años sin ir a Puerto La Cruz. Luego me fui a Maracay y también pasé más de dos años sin ver a mi abuela.
Hablo de mi abuela porque, en el caso de mi madre, en una oportunidad estuvimos casi ocho años sin vernos, ya que en 2006 ella emigró a Inglaterra y no volvimos a vernos sino hasta diciembre de 2013, cuando fui a Londres a visitarla.
Gracias a estas experiencias personales, puedo decir que el dolor que muchas personas sienten por estar lejos de la familia es más subjetivo que otra cosa. Lo digo porque así esté a 200 km de distancia (como cuando estaba en Maturín) o a 8.000 (como ahora), en la práctica del día a día no hay diferencia; y menos en estos tiempos cuando es posible mantener conversaciones vía Skype o WhatsApp totalmente gratis y sin problemas.
Claro está, entiendo que para muchas personas lo importante es estar cerca ante la posibilidad de cualquier problema, emergencia o situación inesperada que se presente. Y sí, en los momentos difíciles es cuando más se aprecia eso y lo puedo decir con toda seguridad; porque a los pocos meses de haber llegado a España mi papá enfermó y tuvo que ser hospitalizado allá en Venezuela.
La sensación de impotencia era muy fuerte pero, para ser sinceros y mirándolo en retrospectiva, el hecho de haber estado fuera del país fue determinante para conseguir el dineral que costaron los cinco días que estuvo ingresado en una clínica privada.
Evidentemente se extraña estar lejos de la familia y de los amigos. Extraño la comida de mi abuela, el olor de su casa, mi perro, mi gata, a mis tías y, por supuesto, mi apartamento y hasta mi carro. Sin embargo, la vida es un cambio constante y permanente. Al final del camino, también extraño cosas de mi pasado de antes de emigrar, hechos, situaciones y personas que ya había dejado atrás, mucho antes de abandonar, incluso, la habitación en la que crecí.
Tras 18 meses en un nuevo país he construido nuevas amistades, conocido personas maravillosas e increíbles y, por supuesto, mantenido un contacto constante y permanente con mi familia, incluso me atrevo a decir que más constante que el que tenía cuando vivía en la misma ciudad, pero en una casa distinta.
Por eso considero que, muchas veces, ese «extrañar» tan duro y dramático del que he sido testigo algunas veces, es un poco desproporcionado (¿autoflagelación?). Mi esposa se la pasa repitiendo aquella frase que reza que, «aunque el dolor sea inevitable, el sufrimiento es opcional»; y en este caso no podría estar más de acuerdo.
Hay muchas herramientas para ayudarnos a manejar la tristeza, la nostalgia de extrañar; pero lo más importante es tener la actitud correcta para buscarlas, aplicarlas y entender nuestra nueva realidad con optimismo y poniendo la mirada en las cosas positivas por las que vale la pena hacer tantos sacrificios. Recordemos, no emigramos para sentirnos miserables sino para ser felices.
Enrique Vásquez
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