Encerrados en casa, día 41: La Venezuela en la que crecí - Enrique Vásquez

Encerrados en casa, día 41: La Venezuela en la que crecí

Día 41 de confinamiento. Todo sigue igual, gente muriendo, gente ingresada, gente recuperada. España sigue en el tope de los países con más contagios, con más fallecidos, con más sanitarios afectados. En fin, nada que no sepamos ya. Son las consecuencias de haber votado por políticos y partidos de izquierda y extrema izquierda… Nada nuevo bajo el sol.

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Para usar datos duros, los casos de coronavirus en España ya son 213.024, con 4.635 casos contabilizados en las últimas 24 horas, en las que hay que lamentar otras 440 muertes. O sea, un nuevo repunte para un total de fallecidos de 22.157.

Respecto a la pandemia, aparece en varios medios de comunicación que un equipo de científicos del Instituto de Salud Carlos III, en Madrid, ha analizado los 28 primeros genomas del virus que hay en España. Es decir, de sus variaciones genéticas; y han llegado a la conclusión de que estas no conducen a un único “paciente cero”, sino que confirman “multitud de entradas” de personas infectadas desde otros países durante el mes de febrero. Dicho de otro modo, teníamos el virus circulando entre nosotros desde, por lo menos, un mes antes de que el gobierno admitiera que había un problema.

Por su parte, la princesa Leonor y la infanta Sofía se han sumado a la ola de solidaridad ante el momento de «enorme dificultad», en un vídeo publicado por la Casa Real a las 20:00 de hoy, en el que, hablando de forma alterna y sin leer, dicen, entre otras que cosas, que «no hace falta ser mayor para darse cuenta de la enorme dificultad» que viven España y otros países, así como también que “todos sois importantes” y que “ojalá esto pase pronto”, haciendo un reconocimiento a todos los que han ayudado y mencionando también a los niños que han perdido a sus abuelos y a familiares.

Por otra parte, hoy quiero hablarles de la Venezuela en la que crecí, por allá por los años 80s, que probablemente no sea la misma Venezuela que recuerden amigos que, si bien crecieron en el mismo país, lo hicieron en una ciudad diferente a la mía; por la misma razón de que Venezuela es un gran país y también es una nación con grandes diferencias en la calidad de vida dependiendo del sitio en el que residas.

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Por ejemplo, yo crecí en una ciudad, ubicada 300 kilómetros al este de Caracas, que se llama Puerto La Cruz. En aquel momento, irónicamente, se autodenominaba “capital venezolana del turismo” porque llegaban muchísimos turistas europeos, americanos y canadienses, sin menosprecio de los miles de caraqueños que iban cada carnaval o semana santa a tomar sol o bañarse en la playa.

Pero eso no significa que fuera una ciudad perfecta pues tan sólo a 10 kilómetros del centro, justo detrás del cerro Vidoño, muy cerca del hospital universitario Dr. Luis Razetti (el más importante del oriente venezolano); hay un pueblo que lleva el mismo nombre del cerro antes mencionado y allí, en ese lugar que durante los 80s se conocía como “la zona rural” y que ahora se llama “la zona de expansión”; fue donde pasé mi niñez y parte de mi preadolescencia.

En mi caso, tuve la ventaja de que mis abuelos vivían en Caracas. Durante las vacaciones escolares de agosto y diciembre me quedaba con ellos, así que ahora (varias décadas después) tengo la posibilidad de comparar lo que era vivir en Caracas y hacerlo en otra ciudad, especialmente si te alejabas un poco del centro.

La verdad es que en esa época, en la capital (Caracas) prácticamente nunca se iba la luz, había gas directo (sin bombonas) y el agua llegaba por la tubería. Es cierto que era necesario filtrarla, pero al menos era un servicio que estaba disponible la mayor parte del año, quizás con algunas excepciones en semana santa porque lo suspendían para “hacer mantenimiento” (debo hacer la salvedad de que el edificio donde vivía mi abuela tenía tanque subterráneo, lo que era un factor importante para garantizar el abastecimiento continuo del vital líquido).

Obviamente para esos tiempos no existía internet ni telefonía móvil, pero en el apartamento de mi abuela sí había teléfono fijo. Sólo existía una empresa telefónica (Cantv), que era pública y la calidad del servicio era terrible. Descolgabas y, para que te diera tono de marcado, la mayoría de las veces debías esperar hasta un minuto.

El clima era muy rico. No necesitabas aire acondicionado ni ventilador para estar por casa, pero tampoco era necesario abrigarte, podías estar tranquilamente en mangas de camisa y pantalón corto sin sentir frío ni calor.

Mi abuela me llevaba con ella todos los jueves al mercado de Chacao a hacer la compra, y era un mercado municipal que estaba muy limpio, ordenado y podía decirse que, hasta agradable. Eso sí, no vendían las arepas dulces que tanto me gustaban, pero sí era posible conseguir fresas y hasta rábanos.

El transporte público funcionaba. Acababan de inaugurar el metro de Caracas y eso era una maravilla, tanto que ya sabía irme sólo al Museo de los Niños, e iba prácticamente todos los días (me lo conocía casi de memoria).

Pero Puerto La Cruz, “pedacito de cielo, rinconcito oriental” (como dice la canción), era otra cosa. Nada que ver con la realidad caraqueña.

Al menos en donde vivíamos nosotros (como ya dije, un poco alejados del centro de la ciudad), teníamos tuberías, pero nunca llegaba agua por ellas (de hecho, la primera vez que llegó agua corriente, mas no potable, fue después que Chávez llegó al poder); así que mis padres tuvieron que hacer un tanque subterráneo y comprar el agua por cisternas.

El resto de la gente de la zona también se la compraba a cisternas, pero tenían “pipotes” para almacenarla (creo que en España los llaman “bidones”) y se “duchaban” en la parte exterior del patio, tras unas láminas de zinc, con un recipiente.

Teléfono… ¡ni pensarlo! De hecho, el teléfono público más cercano estaba a unos ocho kilómetros de distancia, que es el mismo sitio donde estaba la panadería más próxima a casa. Así que, cuando queríamos saber de la familia, pues teníamos que ir nosotros a llamarlos, porque para ellos era imposible contactarnos.

El gas, sólo por bombonas (de hecho, hoy, en 2020, sigue siendo así).

Lo del servicio eléctrico es otro tema, un nivel superior de ineptitud e ineficiencia. En Caracas, la empresa eléctrica era privada pero, fuera de la capital (al menos en el oriente) todo estaba en manos del Estado y el servicio era terrible.

Recuerdo que en mi casa teníamos velas con una caja de fósforos por todos lados, porque que el 50 por ciento del tiempo estábamos “sin luz” y pasar la noche entera “a oscuras” era de lo más normal. Hoy día sigue siendo así.

El clima siempre fue asqueroso, horroroso. Ese “calorcito” que tanto gustaba a los turistas era bueno “un ratico” en vacaciones, pero ¿durante todo el año? ¡Nada que ver! En oriente azota un sol implacable que destruye todo, que quema la pintura del techo y el capó de los coches, que es insoportable si no estás dentro de una habitación con aire acondicionado. Ese calor bochornoso, está normalmente por encima de los 35°C al mediodía y nunca inferior a los 25°C (salvo ciertos y muy extraños días lluviosos de enero).

Por otro lado, había (y todavía hay) un transporte público desastroso y desesperante, compuesto por microbuses en mal estado, vehículos de cinco plazas antiguos y destartalados, y choferes malolientes y maleducados que trabajaban hasta las 7:00 de la noche (en el resto de la ciudad era casi imposible moverse sin vehículo propio después de las 9.00 pm).

Al escenario que describo, hay que agregarle la basura en las vías y espacios públicos, el mal estado de las calles y la apatía y desidia generalizada. Esa es la Venezuela en la que yo crecí, una que podía ser muy eficiente y funcional, si estabas en Caracas, o un caos total… si te salías de los límites de la capital.