Hay una pregunta que me persigue desde hace años: “Enrique, ¿volverías a Venezuela si cambia el gobierno?”.
La respondo cada vez con la misma calma, aunque por dentro duela un poco: no.
No quiero volver a vivir en Venezuela. Y no es una frase ligera ni una rabieta política. Es una decisión que se ha ido asentando durante más de diez años de vida fuera, de duelos, de reconstrucciones y de mirar de frente lo que quiero para mí y, sobre todo, para mi hija.

Imagen de cabecera del artículo en el que Enrique Vásquez cuenta por qué no quiere regresar a vivir en Venezuela después de 10 años emigrado en España.
No me fui “por un rato”: me fui para quedarme
Cuando emigré, no compré un billete de ida y vuelta. Compré, literal y simbólicamente, un “one way”.
No salí del país con esa idea que muchos llevan en la maleta: “voy a probar unos años y si no funciona, me regreso”. Yo no me veía regresando. Ni entonces, ni ahora.
Esa decisión marcó la forma en la que viví todo: dejar familia, amigos, casa, objetos, rutinas… No me fui a “ver qué tal Europa”, me fui a construir una vida nueva fuera de Venezuela, con todo lo que eso implica. Y cuando uno emigra así, con la intención clara de no volver, cada paso se vive distinto. No estás con medio corazón aquí y medio corazón allá: estás obligado a echar raíces donde estás.
Amar a Venezuela sin disfrazar su realidad
Yo quiero a Venezuela. Mucho. No hablo de Venezuela desde el resentimiento, sino desde la memoria. Pero amar un país no significa idealizarlo.
Incluso antes del derrumbe más evidente, Venezuela nunca fue un país estable. Yo crecí en una zona rural de Anzoátegui, y ahí, ya en los años 80, vivíamos entre apagones, sin agua corriente, sin farmacias cerca y con terribles deficiencias a nivel de infraestructuras, pero además de eso, los 80 y 90 también fueron tiempos de escasez, miedo, inflación, improvisación, corrupción y problemas políticos.
Había alegría, sí, y mucha, pero sostenida sobre una estructura muy frágil. Sabía lo que era vivir con la sensación de que todo colgaba de un hilo.
Con el tiempo me di cuenta de algo incómodo: la Venezuela que más extraño no es la de hoy, es la de mis recuerdos. La casa de mi abuela, las reuniones familiares, la sensación de adolescencia eterna en la que creíamos que “todo saldría bien”. Pero ese país ya no existe. Y aunque existiera, tampoco sé si sería el lugar donde querría volver a empezar de cero.
Por qué salí sin querer regresar a vivir en Venezuela
Mi decisión de no volver no nace de una sola razón, sino de varias capas que se han ido acumulando.
La primera capa es la seguridad y la estabilidad.
No quiero vivir con miedo todos los días. No quiero mirar por encima del hombro cada vez que salgo, ni asumir que la norma es la violencia, el robo, la incertidumbre económica. No quiero que la palabra “sobrevivir” resuma un proyecto de vida. Emigrar de Venezuela fue, entre otras cosas, un acto de protección: dejar de normalizar el miedo.
La segunda capa son las instituciones.
Necesito un lugar donde la sanidad funcione razonablemente, donde la escuela de mi hija no dependa de un milagro, donde las reglas del juego sean más o menos claras. Un país donde los derechos estén por escrito, pero también se hagan valer. Y aunque Europa y España no son perfectos, aquí he encontrado algo que en Venezuela nunca tuve: la sensación de que el esfuerzo, en términos generales, tiene un terreno más firme donde apoyarse.
La tercera capa es mi proyecto de vida.
En estos diez años he reconstruido mi carrera profesional, he estudiado Derecho, me he colegiado, he abierto mi propio despacho de extranjería, he creado redes de trabajo y de afecto. Mi realidad hoy está anclada aquí. Volver a Venezuela sería desmontar todo eso para empezar otra vez de cero en un lugar que, honestamente, no siento que pueda ofrecerme estabilidad a medio y largo plazo.
“Cuando caiga el gobierno, volverás”… ¿seguro?
Esta frase la he escuchado tantas veces que ya casi podría tatuármela: “Cuando caiga el gobierno, tú vuelves”.
No. No vuelvo.
Cambiar de gobierno no es lo mismo que cambiar de país. La política es una pieza importante, pero no es toda la foto. Reconstruir un país como Venezuela implica rehacer instituciones, sanear sistemas de justicia, reconstruir servicios públicos, recuperar la confianza social, reencender la economía, reparar una educación dañada, atender un éxodo masivo, curar heridas profundas.
Eso no se hace en dos años. Ni en cinco. Ni probablemente en diez.
Y yo no quiero que la vida de mi hija dependa de un “vamos a esperar a ver si esta vez sí”. No quiero vivir en modo pausa, pendiente de si ahora sí es el momento de regresar. La vida no espera a que la política se ponga de acuerdo.
Mi hija merece creer en un futuro que funcione
El punto de inflexión, para mí, fue la paternidad.
Antes de ser padre, mi decisión de no volver a Venezuela ya existía, pero tenía más que ver conmigo, con mi necesidad de estabilidad. Cuando mi hija nació, la pregunta cambió de forma: ya no era “¿dónde quiero vivir yo?”, sino “¿dónde quiero que crezca ella?”.
Yo quiero que mi hija crezca en un sitio donde pueda creer que estudiar sirve para algo, que trabajar sirve para algo, que esforzarse tiene sentido. Quiero que viva en un lugar donde haya hospitales, colegios, parques, bibliotecas, sistemas que, con sus fallos, funcionen. Quiero que tenga la opción de planificar su vida sin pensar cada dos años en una crisis total.
Cuando digo que “mi hija merece creer en Europa”, no estoy diciendo que Europa sea perfecta ni que Sudamérica no valga nada. Estoy diciendo que, hoy, con la historia que llevo encima y con la información que tengo, siento que aquí puedo ofrecerle más seguridad, más derechos protegidos y un futuro más previsible que en la Venezuela de los próximos veinte años.
Espero algún día poder llevarla a que conozca Venezuela, eso sí, pero sólo de visita, porque quiero que Venezuela sea parte de su identidad, no una condena a vivir en el caos.
La culpa de decir en voz alta: “no voy a volver”
Decir “no voy a volver a vivir en Venezuela” tiene un coste emocional.
Siempre aparece alguien que te recuerda que “no debes olvidarte de dónde vienes”, que “tu lugar está aquí”, que “los buenos regresan”. Como si la decisión de quedarse fuera fuese una traición.
Durante mucho tiempo, yo mismo sentí culpa por pensar así. Me preguntaba si era un mal venezolano, si estaba abandonando a mi gente, si estaba negando mis raíces. Con el tiempo comprendí algo que me costó aceptar: también es válido que tu historia no tenga capítulo de regreso.
Hay personas que sueñan con volver y lo harán. Hay personas que saben, como yo, que no van a volver. Hay personas que aún no lo tienen claro.
Todas esas posibilidades son legítimas, siempre que vengan de un lugar honesto y no de la culpa o la presión externa. No eres menos venezolano por aceptar que tu final no está en el sitio donde naciste.
Sigo siendo venezolano, aunque no viva allí
No vivo en Venezuela, pero sigo siendo venezolano, de la misma forma que también soy español. Soy venezolano cuando se me cuela una expresión que sólo entiende alguien de allá, cuando le doy a mi hija para comer un bollito con mantequilla y queso blanco, una hallaca o unos tequeños.
También lo soy cuando acompaño procesos migratorios, cuando uso mi trabajo para que otros venezolanos puedan emigrar de forma más segura, más ordenada, más informada. Cuando le ahorro a alguien un golpe que yo sí recibí, siento que estoy honrando mi historia y la de los míos.
Amar a Venezuela desde lejos también es una forma de amor. No es la que soñamos al principio, pero es la que muchos hemos aprendido a ejercer.
Europa no es mi plan B: es mi hogar elegido
Europa, y España en concreto, no son un sitio donde estoy “mientras tanto”.
No es un refugio temporal a la espera de que Venezuela se arregle. Es el lugar donde, después de mucho dolor, mucho trabajo y muchos comienzos desde cero, he construido un hogar.
Aquí estudié de nuevo.
Aquí me colegié como abogado.
Aquí monté mi propio despacho.
Aquí nació y crece mi hija.
Aquí he construido una vida que tiene sentido, con luces y sombras, como cualquier vida, pero
con una base que no tuve nunca en Venezuela: la sensación de estabilidad.
¿Es perfecto? No.
¿Es fácil? Tampoco.
¿Vale la pena? Para mí, sí.
Regresarme ahora a Venezuela sería desmontar todo esto para empezar otra vez en un terreno que sigo viendo frágil, inseguro y lleno de incertidumbres que no quiero que marquen la infancia ni la adolescencia de mi hija.
No quiero volver a vivir en Venezuela… y eso también está bien
“Si Venezuela cambiara, ¿volvería?”. En mi caso, la respuesta es clara: emigré sin intención de regresar, y diez años después esa decisión no sólo se mantiene, sino que tiene más sentido que nunca. No quiero volver a vivir en Venezuela. No porque no la ame, sino precisamente porque la amo lo suficiente como para mirar su realidad sin filtro y elegir lo mejor para mi familia.
No eres mala persona ni mal venezolano por decidir que tu vida continúa en otro país.
Eres alguien que, con todo el dolor que eso implica, ha elegido el lugar donde siente que sí hay futuro.
Y quizá esa sea, al final, una de las formas más difíciles —y más honestas— de amar un país: aceptar que no siempre seremos nosotros quienes veamos su reconstrucción, pero aun así seguir trabajando, desde donde estemos, para que los que vengan detrás lo tengan un poco menos difícil.
Recuerda, mi nombre es Enrique Vásquez y soy abogado de extranjería estudiado y colegiado en España, para información migratoria escríbenos a www.yoemigro.com/contactanos.
En nuestro despacho también ofrecemos seguros de salud, decesos, vida y mascotas. Escríbenos a www.yoemigro.com/contactanos.
Puedes seguirme en mis redes sociales:
