Los gestos de desagrado de los Venezolanos en Panamá no son racismo, es algo mucho peor

Los gestos de desagrado de los Venezolanos en Panamá no son racismo, es algo mucho peor

Reflexionando sobre un post que leí en el grupo de Facebook de “Inmigrantes en Panamá” caí en cuenta de algo que no había concientizado desde que llegué al istmo; y es que quizás algunos hermanos panameños podrían pensar que los venezolanos somos un poco “racistas”, ya que probablemente hayan notado ciertas actitudes que asumimos cuando estamos en la calle y que podrían interpretarse como rechazo o desagrado hacia algunos nacionales de este país.

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En aras de explicar las razones que me llevaron a escribir este artículo, colocaré a continuación el post que escribió el señor Edwin Forchiney; lo que me permitirá contextualizar mejor el argumento que muy respetuosamente quiero ofrecer a las personas que nunca han vivido en Venezuela o a quienes tienen años sin hacerlo. Mi objetivo final es explicar por qué, aunque parezca lo contrario, no es racismo lo que lleva a los venezolanos en Panamá a actuar de esa forma:

“Que tal amigos todos, sólo paso como panameño para decirles que recuerden que vienen a nuestro hogar y si me ves con los pies sobre los sillones lo hacemos simplemente porque es mi hogar si eso les ofende pues pido disculpas pues así somos y esas son nuestras costumbre. En mi casa somos negros inmigrantes de las Antillas, cholos, indios, descendientes de españoles y sobre todo indígenas originarios.

Hoy en la cinta costera me tocó ver como una pareja de venezolanos gozaban del abrazador sol de mi país, estos estaban con sus hijos y parientes sin embargo estos al ver como un afro descendiente se les acercaba sus reacciones fueron de rechazo e indignación a pesar que aquel tipo nunca dijo nada su único pecado el color de su piel, noté que la familia eran venezolanos por el muy típico «vale mira…» Y el característico acento.

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Bienvenidos todos a mi país que los acoge y les da una mano, todos en el fondo somos hermanos y compartimos esta pizca de tierra llamada Panamá para bien de ustedes y nosotros, compartamos en armonía las bendiciones que Dios nos dio.

Saludo y suerte”.

Lo primero que me gustaría es agradecerle al amigo Edwin por la amabilidad de compartir su experiencia en el tono positivo que lo hizo, lo que además le permitió a muchos integrantes del grupo (entre quienes me incluyo) disculparnos por actitudes que pudieron, con toda razón, haber caído bastante mal.

A primera vista, y en cualquier país normal, lo que se aprecia en la situación descrita es una actitud racista. Me explico: Si lo miras desde afuera, como un observador casual, solo ves a un grupo de personas que hicieron gestos de “desagrado, rechazo e indignación” ante la presencia de un joven de piel oscura. Sin embargo, quiero permitirme creer que nada está más lejos de la realidad, pues los venezolanos no somos racistas.

Déjenme decirles que en Venezuela el racismo no existe. Allá uno está en una fila para pagar en el supermercado y, de la nada, se pone a conversar con el que está adelante y atrás como si los conociera de toda la vida. Igual ocurre en la sala de espera del médico, en el estadio de béisbol, en la panadería y en muchos otros sitios; y no nos importa si es blanco, negro, zambo, mulato, chino, indio, árabe, judío, gordo, flaco, alto, bajito… En realidad, y Gracias a Dios, esa parte buena del venezolano sí ha sobrevivido a la destrucción (continuada y planificada por el gobierno) de nuestra cultura y sistema de valores.

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La mezcla de razas en Venezuela es muy parecida a la de Panamá. Somos descendientes de los indios originarios, mezclados con los negros africanos y antillanos, que a su vez se mezclaron también con los españoles. Dicho de otro modo, el “venezolano puro”, al igual que el “panameño puro”, puede ser de un color cualquiera ubicado entre el blanco europeo y el negro africano.

Sin embargo, hoy en día en Venezuela pasa algo que difícilmente ocurra en cualquier otro país del mundo. Los niveles de inseguridad son tan alarmantes que nos hemos acostumbrado a estar en las calles con miedo; con profundo y genuino miedo. La paranoia y el terror son algo del día a día.

Por ejemplo, cuando vivía allá no salía de noche a ninguna parte ya que, si por alguna mala pasada del destino se me dañaba el carro en la vía hacia mi casa, lo más probable era (en caso de sobrevivir) que me quedara sin dinero, sin celular, sin zapatos y probablemente hasta sin ropa.

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En las principales ciudades de Venezuela es muy común que, estando en una cola (tranque) en una autopista, pasen motorizados robando a quienes están en los automóviles. Sí, así de simple. Van dos señores en una moto, se detienen junto a la ventana de tu carro atrapado en el tráfico y uno de ellos (el “parrillero” para más señas) comienza a golpear el vidrio con la pistola para exigirte el teléfono y cualquier cosa de valor que tengan a la vista. Si el caballero que te está robando anda de mal humor, te cae a tiros allí mismo e igual se lleva tus cosas.

Las estadísticas en Venezuela arrojan números desgarradores. Solo el año pasado (2013) se registraron 25 mil homicidios. El director del Observatorio Venezolano de la Violencia, sociólogo Roberto Briceño León, indicó hace unos meses que el promedio diario de homicidios en el país es de 71 casos y estoy seguro que la cantidad ha ido aumentando progresivamente. Estas cifras son sólo de asesinatos, no incluyen los atracos a mano armada que son el pan nuestro de cada día.

Hay datos que revelan que la gran mayoría de estos crímenes son cometidos por hombres entre los 15 y 25 años de edad. Por eso, cuando un venezolano se da cuenta que un adolescente o un hombre joven desconocido (especialmente si está vestido muy informalmente) se le acerca de la nada en la calle; su primera reacción es entrar en pánico y, la segunda, diseñar en fracciones de segundo una estrategia para escapar de la muerte en caso de que sea necesario.

Allá cualquiera se te acerca, en cualquier momento del día, sin importar donde estés; y te pone una pistola en las costillas. Si no le das lo que pide, recibes un disparo (hay ocasiones en las que, aunque entregues tus pertenencias, igual te matan sólo por diversión).

Entiendo que para los hermanos panameños es algo difícil de comprender, ya que solo viviendo en Venezuela es posible comprender, en toda su dimensión, el estado de estrés permanente y paranoia infinita que representa no saber en qué momento la ruleta macabra de una muerte violenta se antoja de ti.

Es que en Venezuela, si tú vas por la calle (sea de mañana, tarde o noche) y ves a unos jóvenes que remotamente parecieran tener intenciones de atracarte (así sea que muevan de forma medio extraña la mano, que percibas que te están viendo, que sientas que se hacen señas entre ellos o que van directo hacia ti sin razón alguna); te aterrorizas y tu primera reacción inconsciente es de rechazo, aversión y desesperación. Buscas evitarlos a toda costa y haces lo que sea para lograrlo. No importa nada. Es preferible lanzarte a una avenida llena de automóviles a toda velocidad que encontrarte frente a frente con ellos y al final del camino no importa si de verdad te iban a atracar o no, es simplemente instinto de supervivencia mezclado con una crisis nerviosa extrema.

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Lo que quizás pudo suceder con este joven al que hacía referencia el amigo Edwin, es que sin querer pudo haber activado los mecanismos inconscientes de alerta que ya los venezolanos tenemos inoculados en nuestro ADN, lo que probablemente generó en ellos esa reacción que fue percibida como racismo. Pero créanme, en ningún caso es racismo. Es miedo inconsciente y patológico.

Yo mismo he sido víctima de robos en Venezuela en varias oportunidades, pero las dos más fuertes fueron cuando me quitaron el carro y cuando me atracaron en la oficina.

Lo primero me pasó porque me descuidé al montarme en el automóvil y no me fijé en el sujeto que estaba cerca. Cuando reaccioné era muy tarde. Tenía la pistola en el pecho. Me montaron en el asiento de atrás y me dejaron botado en una zona despoblada (en ropa interior y medias) luego de rodarme por la ciudad como media hora mientras repetían incansablemente que me iban a matar.

La segunda oportunidad fue en mi negocio (un cibercafé). A la 1:00 de la tarde entraron tres jóvenes que sacaron sus pistolas, nos amarraron a todos (incluyendo a los clientes que se encontraban allí), me pusieron la pistola en la cabeza y, si no les abría la caja fuerte, fácilmente me habrían matado. Se llevaron todo el dinero, celulares que tenía a la venta y hasta algunas de las computadoras.

Y como esos cuentos… ¡Miles! A mi esposa la han atracado, a mis primos, a mis vecinos. En Venezuela todo mundo conoce a un montón de gente que ha sido amenazado de muerte con un arma de fuego.

Eso produce tanta paranoia que, a pesar de que Panamá es bastante seguro, los primeros meses reaccionaba de manera inconsciente cuando escuchaba una moto y lo primero que hacía era guardar el teléfono. Si estaba solo en una parada de autobús y de repente aparecía alguien que se me acercaba o me miraba mucho, prefería tomar un taxi o seguir mi camino a pie, sin importar el sol o la lluvia. Claro que poco a poco uno se va “sacando el chip” y se repite a sí mismo “cálmate, que no estás en Venezuela”, pero realmente al principio cuesta bastante.

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Lo que nos pasa a los venezolanos se resume en el siguiente dicho, muy común en los llanos de mi país: “El picao’ de culebra, cuando ve bejuco brinca”.

Así que, mis queridos amigos panameños, antes de terminar este artículo quiero una vez más agradecerles enormemente por recibirnos en su país, porque mientras más lo conozco más me gusta. En el poquísimo tiempo que llevamos aquí Panamá nos ha brindado oportunidades que ni soñando tendríamos en Venezuela. Nos sentimos mucho más seguros y con la posibilidad de caminar tranquilos por la calle aunque a veces brinquemos asustados, pero eso no tiene nada que ver con el istmo, es un trauma que traemos nuestros paisanos y les pido disculpas por adelantado si en algún momento esa actitud los ha hecho sentir incómodos o pensar que profesamos algún desagrado por ustedes, porque la verdad es todo lo contrario, los panameños son nuestros hermanos y los respetamos y admiramos por su pequeño gran país.

Importante: en octubre de 2015 mi esposa y yo nos fuimos de Panamá, ahora vivimos en Madrid, y, en este artículo explico las razones por las que – en este momento – no emigraría a Panamá, te invito a leerlo antes de tomar una decisión.

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Enrique Vásquez

 

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